Mil libros que leer antes de morir. Capítulo XXX, "Macario"
Mil libros que leer antes de morir.
Capítulo XXX, “Macario”.
“¿Qué puede hacer un mortal contra el
destino? Nada. Tenía que sucumbir finalmente. Ya lo presentía. No hay escape
posible.”
Macario -Bruno Traven
A finales de julio del fatídico 2020, mi novia
me obsequió una novela cuya adaptación fílmica había yo visto años atrás,
convirtiéndose en mi película mexicana favorita de la época de oro: Macario,
dirigida por Roberto Gavaldón, protagonizada por Ignacio López Tarso (fallecido
en este 2023, Q.E.P.D.), allá por el año de 1960. Poco sabía en aquel entonces,
antes de leer la obra, lo significativo que resultaría este hermoso regalo, por
el que le estoy eternamente agradecido a esta bella mujer, dueña de mis
suspiros y anhelos.
¿Por qué?
Pues para comenzar por lo profundo de las
reflexiones que se desarrollan en la historia en cuestión y, en segundo lugar,
pero no menos importante, por cuestiones personales muy ad hoc acaecidas
tristemente al año siguiente y que tienen que ver con un tema tan trascendente
como universal e inevitable: la muerte y el cómo lidiar con la pérdida.
No se trata de la primera obra que he leído
de este alemán que parecía conocer tan bien la psiquis del mexicano aun sin él
serlo, pues años atrás había yo leído otra de sus obras, “Canasta de cuentos
mexicanos”. Uno de los elementos presentes constantemente en la obra de Traven
es la no tan sutil crítica social, aspecto muy poco presente en la mayoría de
los medios de comunicación masiva de, digamos, cinco o seis décadas atrás,
principalmente la televisión o la radio. Hoy las cosas son muy diferentes y aun
cuando el trabajo de Traven no ha recibido a mi juicio la atención y difusión
merecidas, la proliferación de plataformas y foros en la red permiten un mayor
conocimiento y difusión de este, como tesoro valioso entre el maremágnum de
recursos y publicaciones que encuentra uno en la red.
La historia se desarrolla durante la época
colonial, período en que México aún no era México, sino la Nueva España. Los prejuicios
y concepciones propios de la época, tanto en lo social como en lo mental y
hasta lo espiritual, mismos que permanecen en gran parte de los mexicanos hasta
el día de hoy, son evidentes; me hacen pensar en un viejo adagio que dice que “los
hombres son más hijos de su tiempo que de sus padres”.
Macario es un muy humilde leñador, cabeza de
familia de un hogar de once hijos, con una abnegada esposa que le profesa un
profundo amor. La precariedad de su condición se refleja en el hecho de que tanto
ella como su esposo tienen que trabajar arduamente para sacar a flote tan
numerosa familia, ella lavando y realizando otros pesados trabajos para damas
más pudientes y él, nuestro protagonista, consiguiendo la leña del bosque para
conseguir el diario sustento por la codiciada cantidad de dos reales. Tres, si
bien le iba, en tiempo de lluvias o en Día de los Fieles Difuntos, cuando los
panaderos trabajaban a tiempo extra para la elaboración de calaveritas y panes
de muerto.
La raquítica dieta diaria consistía en
frijoles negros, tortilla, chile verde, sal y té de limón… Todos los días. Y la
frugalidad de esta no le impedía a Macario agradecer a Dios en sufrida y
católica resignación por la diaria bendición culinaria, que siempre era la
misma.
Pero ya desde hacía tiempo se fraguaba en la
mente de Macario y en sus oraciones, las que no siempre conseguía guardar para sí,
la idea de algo más ambicioso, algo distinto: un guajolote asado. ¿Pavo asado? Dirán
algunos, ¡menudo sueño! Pero para Macario y su familia era un anhelo tan acariciado
como lejano, tan distante como una estrella o poseer una fortuna.
Sin embargo, para la intuición femenina pocas
cosas permanecen ocultas. Aun cuando sus hijos ya estaban acostumbrados a
escuchar e ignorar el incesante y monótono deseo, el anhelo de Macario llegó a
oídos de la Mujer de los Ojos Tristes, como era conocida su esposa en el
pueblo y esta decidió ahorrar cada centavo durante tres años para cumplirle el
gusto a su marido: un pavo.
Su mujer se dispuso un día a preparar al ave
de la forma más deliciosa posible y a escondidas del resto de la familia para
que Macario pudiera disfrutar a sus anchas del suculento platillo. Fue así como,
tras recibir el anhelado platillo de manos de su esposa, esta le indicó que se
retirara a comérselo aparte, para que sus niños no le pidieran porción alguna y
pudiera disfrutar de la opípara comida. Acto seguido, Macario se dirige al
bosque para darse el tan deseado banquete de su vida.
Resalta también en el relato la ausencia o la
incapacidad de expresar sentimientos, un “te amo”, “gracias”, por parte de
Macario hacia su mujer. Y, aun así, esa torpeza sentimental que ocasionalmente
se deja ver en Macario, pero sólo cuando este se encuentra solo y alaba la
destreza culinaria de su mujer, no es obstáculo para dejar ver un amor no
declarado hacia su esposa, a la que nunca maltrata, pero a quien profesa una
profunda fidelidad. Ese sentimiento machista tan presente en el hombre promedio
mexicano desde entonces, de no dejar ver ni delante de su familia su verdadero
sentir; no vaya a ser que se malinterprete por debilidad, ¡cuidado con
mostrarse vulnerable!
Llega el momento en el que, tras largo
recorrido, Macario llega a un lugar apartado en el bosque que le permite tener cierta
privacidad para poder disfrutar sin prisa ni pena de aquel manjar. Y cuando
parece que todo le saldrá a nuestro protagonista a las mil maravillas, es
cuando la trama se complica y se pone más interesante.
Nuestro humilde leñador es visitado por tres
entidades, mismas que resumen magníficamente su concepción de las cosas: el
mal, el bien y la muerte. El primero, representado en el Diablo, quien se le
aparece a Macario ataviado elegantemente como un charro negro. El segundo, nada
más y nada menos que el Creador de todo cuanto existe. Ambas entidades dejan
sin más a Macario, quien se ha negado rotundamente a compartir con ellos el
apetitoso platillo.
Aquí llama la atención una parte de este
curioso diálogo con la Muerte (literalmente), que recuerda un poco a la
película de “El Séptimo Sello”, por la intensa crítica social que hace el
mercader de almas con Macario. Este deja ver su ingenuidad sobre los asuntos
del mundo en tanto que aquel, con su mordaz cinismo al preguntarle Macario qué
cosa era un museo, le responde que se trata de “grandes salas que tienen los
países europeos para exhibir lo que han robado de otros países”. Magistral
definición.
Concluido el festín, nuestro espectral
invitado ofrece a Macario un peculiar obsequio, para el que solicita a este el
guaje que carga para otorgarle el mismo. Hace brotar un poco de agua de la
tierra, la suficiente para llenar del preciado líquido su guaje y dice a
Macario que, con esa agua, Macario será capaz de obrar milagrosos portentos de
sanación, de salvarse incluso de la muerte, pero sólo si ciertas condiciones se
daban.
Si el guardián del más allá se aparecía a los
pies de la cama del enfermo, éste se salvaría. Por el contrario, si éste se
presentaba en la cabecera, su tiempo en este mundo habría tocado a su fin. Nadie
más que Macario sería capaz de ver a su macabro huésped, su nuevo amigo.
Con comprensibles reservas, Macario acepta el
ominoso regalo y parte de regreso a su casa, para comprobar que la primera vez
que se verá obligado a usar el milagroso líquido, será en su hijo más pequeño,
Reginito, por quien su padre sentía un cariño especial por ser el más pequeño. Y
ni modo: consumido es parte del recientemente adquirido obsequio. Por fortuna
para Macario, su fantasmagórico amigo se hallaba a los pies de la cama y al
verlo ahí, tras pedir que le dejaran a solas con su hijo, procedió a darle
parte del milagroso elíxir, con lo que salvo su vida. Y todo continuó de manera
normal durante algún tiempo.
No tardaría, sin embargo, en correr la fama
de curandero que se había ganado tras salvar milagrosamente a su hijo del
gélido abrazo de la muerte. La popularidad de Macario y de sus milagrosos dones
llegaron a oídos de Ramiro, el tendero del pueblo y uno de los hombres más
pudientes del lugar. Este le pidió a Macario que curara a su bella esposa, pero
los celos de Ramiro interrumpieron la sesión inicial para salvar a su esposa
del funesto destino que le esperaba. Tras finalmente convencer a Ramiro de que
le dejara solo para salvar a su mujer, Macario convenció a Ramiro tras sagaz
regateo e inteligente asociación que a ambos convino.
Mente de tiburón ese Macario, sin duda.
El tiempo pasó y la fama de Macario se
extendió por toda la Nueva España. Curaciones y resignaciones fueron aceptadas
sin chistar por el propio Macario incluso, cuando perdió dos nietecitos: nunca
se quejó del proceder de su espectral amigo. Pero nada dura para siempre.
Un día, el virrey de la Nueva España,
solicitó a Macario salvar de la muerte a su hijo, quien se hallaba muy enfermo,
so pena de condenarlo a arder en la pira inquisitorial en caso de que este
muriera. Macario se vio obligado a aceptar, pero ya se sabe que el destino
tiene formas peculiares de manifestar un oscuro humor que llega a cobrar con
intereses.
La pavorosa visión del otrora invitado al
banquete en el bosque no pudo menos que infundir un terror apabullante en Macario,
quien veía a aquel en la cabecera de la cama del hijo del Virrey. Sabiendo lo
que significaba aquel funesto presagio, Macario procedía una y otra vez en un
esfuerzo inútil a retrasar lo inevitable.
Diálogos internos con la muerte, con Dios y
con el Diablo; esa sería la síntesis perfecta de lo que es esta magnífica obra
de la pluma del genial Bruno Traven, que tan bien conoció a México y a la
condición humana, tan universal e independiente de cualquier frontera.
Y todo por un guajolote.
Tonatiuh
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