Mil libros que leer antes de morir. Capítulo veintiséis. El laberinto de la soledad, de Octavio Paz.

 Aun cuando corra el riesgo de citar el clásico cliché de mencionar la frecuente frase “hay libros que marcan épocas, bla-bla-bla”, so pena de caer en un snobismo hipsteriano (ya caí en lo mismo que repudiaba, ¡chingao!), la verdad es que cuando se habla de Octavio Paz, nuestro primer Premio Nobel de Literatura, referente cultural no sólo para México, sino para el resto del mundo, la realidad es que sí: estamos hablando de un clásico, inseparable de su autor. Y es que hablar de Octavio Paz, incluso para quien no lo conoce, o no conoce su obra ya como poeta, ora como ensayista, es inevitable no relacionarlo con esta joya; me refiero por supuesto, a El Laberinto de la Soledad.


No, no es un libro sobrevalorado. Tampoco es el libro de cabecera de todo mexicano (que bien pudiera o debiera serlo, si la raza leyera más, pero en fin), pero si hay una obra que describa la psique del mexicano con precisión inigualable, directa y sin eufemismos, es este libro.

Sin ahondar en el pasado de Paz ni en su faceta como diplomático o poeta, la genialidad de El laberinto de la Soledad radica precisamente en su descripción tan certera del mexicano; el “así somos” tan típico de nosotros, en su máximo esplendor, en su cinismo que se disculpa a través de sus actitudes, de su diario vivir, pero que a la vez, no se disculpa en su actuar, en su proceder tan común para con su prójimo, aun si este (o precisamente por ello) comparte con él la misma sangre. Sin importar si se trata del mexicano en su casa, en México, o en el extranjero, Paz desnuda al mexicano frente al mundo; lo da a conocer, lo disecciona, lo explica, dejando siempre al final el misterio de porque aun se siente solo, desconoce su lugar en el mundo, no se acepta. Y todo lo anterior lo hace tan magistral y poéticamente en su prosa (no hay sorpresa ahí), que lejos de resultar tedioso o monótono, como si se tratase del viejo sermón de un aburrido historiador, resulta harto entretenido y ameno, pues la pasión con que Paz nos describe ante nosotros y ante el mundo, es arrobadora.

Tal como lo mencioné, Paz describe, define al mexicano dentro y fuera de México. Es precisamente fuera de México donde Paz comienza su análisis, con el Pachuco, ese individuo estrafalario que lejos de su tierra de origen y de la mayoría de su gente, en tierra yanqui (robada a nosotros), vive y convive muy a su pesar con los anglos y las diversas etnias que conforman a ese collage de razas y naciones que es la Unión Americana. Es un eterno adolescente en busca de una identidad, a la vez que huye de sí mismo; ese es el mexicano en los Estados Unidos. Si no me creen o más aun, si no le creen a Octavio Paz, chéquenlo con alguien que tengan que haya vivido o trabajado por algún tiempo “del otro lado”. Todo esto y más hace que el Pachuco, el méxico-americano, destaque de entre las minorías que pueblan y construyeron a ese país:

“El pachuco ha perdido toda su herencia: lengua, religión, costumbres, creencias. Sólo le queda un cuerpo y un alma a la intemperie, inerme ante todas las miradas. Su disfraz lo protege y, al mismo tiempo, lo destaca y aísla: lo oculta y lo exhibe”.

 

Magistral forma de explicar la dualidad del mexicano, misma que no es exclusiva del mexicano que, debido a no hallar las condiciones adecuadas para prosperar en casa, ha tenido que emigrar y procrear fuera de su patria; también lo vemos en el mexicano de acá, el de este lado del Bravo.

Uno de mis capítulos favoritos en esta obra dado el gusto que tengo por estos artefactos y su simbolismo es, sin lugar a dudas, el de “Máscaras mexicanas”. Y es que si algo distingue a nuestra cultura mexicana es el uso de las mismas, desde nuestras fiestas populares con el correspondiente significado que las mismas conllevan, hasta las que usamos, consciente o inconscientemente, en la forma en que nos conducimos. Una de las máscaras que a menudo emplea el mexicano y quizá la más evidente, en la que envuelve, disfraza y disimula su propia inseguridad, es la del machismo, pero ya profundizaré más en este aspecto tan “chingón” más adelante.


Históricamente hablando, sentimos preferencia por el estoicismo, el sacrificio. Desde tiempos aztecas hasta la inquisición española, desde Cuauhtémoc hasta Juárez, vemos la resignación como virtud, cuando debiera ser todo lo contrario. Pongo un ejemplo algo burdo, pero útil para el propósito presente. Cuando un mexicano va a un café o un restaurante, si no te traen lo que pediste o te traen algo equivocadamente, lo aceptamos sin más; un europeo, incluso un estadunidense, reclama en el acto: nosotros no. Desde pequeños nos enseñan que no hay que reclamar al respecto, que se ve mal; nos impiden alzar la voz, aun cuando nuestro reclamo sea justo. Es el miedo tácito del mexicano a expresar su sentir.

Otro de mis episodios favoritos en este maravilloso libro es aquel que se refiere a la fiesta del Día de Muertos. Y es que es bien sabido (por Paz, ni se diga) que al mexicano le encantan las fiestas, las reuniones públicas, ¡la pachanga, pues! Y con esto hay que tener especial cuidado en esta pandémica época (¡menuda cacofonía!), no vaya a ser que nos convirtamos en protagonistas de esta espectral, aunque no menos colorida y bella celebración, tan característica de nuestra cultura a grado tal que se convirtió en patrimonio cultural por parte de la UNESCO hace ya algunos años.

El mexicano derrocha a más no poder en fiestas; es una especie de ritual de abundancia que sólo puede ser certificado, aprobado, en colectividad. Basta echar un ojo a nuestros pueblos típicos, donde cada año, se observa puntualmente, la fiesta del santo patrono, de la virgen o santa que preside la iglesia o el santuario principal, desde la Virgen de Guadalupe, San Judas y la interminable constelación de seres cuasi divinos, intercesores de la Divinidad que a menudo son más consultados que la Divinidad misma. Es uno de los sellos característicos de nuestra cultura, de nuestra psique colectiva.

No falta el mitote en la fiesta tradicional mexicana para hacer catarsis, para gritar, para llorar: de vino, veritas. Es la fiesta popular, el 15 de septiembre, el 12 de diciembre y tantas otras, en las que el mexicano se desentiende de sí mismo, toma vacaciones de sí mismo: “la Fiesta Mexicana no es nada más un regreso a un estado original de indiferenciación y libertad; el mexicano no intenta regresar, sino salir de si mismo, sobrepasarse… Muerte y vida, júbilo y lamento, canto y aullido se alían en nuestros festejos, no para recrearse y reconocerse, sino para entredevorarse”. Para esto último, basta recordar la impresionante imagen que forma parte de nuestro escudo nacional: un ave rapaz devorando violentamente una no menos feroz serpiente.

Y aun cuando en el Día de Muertos el mexicano parece burlarse de la muerte disfrazándola, coqueteando con ella y hasta rindiéndole pleitesía, la verdad es que no: le tememos, como todo ser humano. Pero a diferencia del resto de los seres humanos, el mexicano disfraza ese temor, lo pinta de colores vivos, ingenuos, ¡vaya ironía! Celebra con ella, come y bebe con ella, le canta, como creyendo que con ese esfuerzo fútil va a ahuyentar su inevitable encuentro con ella, o cuando menos aplazarlo:

“La muerte mexicana es el espejo de la vida de los mexicanos. Ante ambas el mexicano se cierra, las ignora… El desprecio a la muerte no está reñido con el culto que le profesamos”.

 

Es innegable e inseparable el lazo que tenemos con España, parte importante nos guste o no de nuestra identidad mestiza. Somos, bien lo implica Paz, sus hijos bastardos. Rechazados por padre europeo y madre indígena, el mexicano ha crecido con el complejo histórico-cultural profundamente arraigado de ser engendrado no por un acto de amor, pero más bien por una penetración violenta, impositiva, pues a diferencia del ibérico cuyo mayor deshonor es ser prole de una mujer entregada, una prostituta, un “hijo de puta”, en el mexicano la peor ignominia (así lo dice el autor), es ser la prole de una violación, un “hijo de la chingada”. Ser el recordatorio constante de tan deleznable hecho, rechazado y rechazando ambas herencias, es lo que vuelve al mexicano un ser violento, agresivo, siempre a la defensiva. El enemigo está desde casa y continúa fuera de ella: por ello es el mexicano como es, siempre en constante alerta.

Para nadie es sorpresa que el lenguaje popular mexicano está cargado de sexualidad; basta echar un ojito al nutrido catálogo de obscenidades propias de nuestra cultura en su más icónico representante: el albur. Pero la sexualidad implícita en éstos no es una que desborde sensualidad, o erotismo y ciertamente, menos ternura. Es una sexualidad violenta, agresiva, humillante. Me lo chingué, hizo una chingada, agarrarse a chingadazos, ¡la lista sigue! Años atrás, escuché el comentario de un viejo amigo quien me explicó magistralmente cual es el objetivo del albur mexicano y este se resume así: el objetivo del albur es básicamente convertir al oponente verbal en un homosexual pasivo, el que se deja, al que se chingan. Mostrar que soy más “chingón” que el otro, chingármelo antes de que me chingue a mí.

“La Chingada es una de las representaciones mexicanas de la Maternidad, como La Llorona o la “sufrida madre mexicana” que festejamos el diez de mayo. La Chingada es la madre que ha sufrido, metafórica o realmente, la acción corrosiva e infamante implícita en el verbo que le da nombre.

“La Chingada es la madre abierta, violada o burlada por la fuerza. El “hijo de la chingada” es el engendro de la violación, del rapto o de la burla”.

 

No deja de ser evidente, de saltar a la vista a ojos de su servidor, la gravedad del problema que se infiere de algunas de estas actitudes propias del mexicano, pues cada capítulo de El laberinto de la soledad, Paz lo concluye con ese cerrarse a sí mismo y sobre sí mismo tan peculiar en nuestro pueblo; cerrándose al verse en el otro, los mexicanos no hemos podido hermanarnos apropiadamente para salir avante, desde tiempos de la Colonia e incluso antes. Raza, barrio, familia, costumbres, lejos de unir, segregan, cuando debieran integrarnos, convocarnos a la misma fiesta, al mismo ritual del que somos todos como mexicanos, parte. Y lo digo sin pretender caer en el típico y cursi discurso nacionalista, sino como debiéramos percibirnos, como protagonistas en el escenario mundial, para tomar nuestro lugar en el mundo, saliendo de nosotros mismo, de nuestro ensimismamiento. Desdoblarnos, darnos a conocer de forma virtuosa; para nadie es sorpresa cuan en boga se ha puesto la cultura mexicana en años recientes (y ni tan recientes) alrededor del mundo. Es tiempo de aprovechar esa ventaja, presentada a nosotros cual regalo divino.

Difícil es hablar en estos tiempos de un auténtico amor a la Patria, a la gran fami1lia humana de la que somos parte también, dadas las tribulaciones internas y externas que vivimos; eso es cierto. Pero problemas y retos siempre va a haber y aun así, ¿acaso no se trata de eso la vida misma? Entre líneas, Paz destaca la originalidad del mexicano, aun dentro de esa mezcla y maraña de culturas y complicaciones históricas, raciales y culturales que nos componen; quizá esta sea una de nuestras más poderosas armas y ventajas, sólo que no la hemos visto así porque aun no nos aceptamos del todo, no vemos aun un vaso medio lleno, sino medio vacío. Pero eso puede cambiar.

Ojalá que este breve análisis haya logrado plantar en ti, querido lector, la semilla de la curiosidad por esta obra tan icónica, única en la literatura de nuestra nación, tan necesitada de lectores, a la vez que de creadores que continúen dándole un rostro a nuestra identidad. Digo “continúen” porque la identidad no se define de una vez por todas: se va construyendo y deconstruyendo una y otra vez. Es un ciclo, un volver en sí mismo, hacia sí mismo para salir de sí, más fuerte, más sabio.

 

Bibliografía:

El laberinto de la soledad. / Postdata. / Vuelta a “El laberinto de la soledad”. Octavio Paz. Fondo de Cultura Económica, duodécima reimpresión, 2015.

Comentarios

  1. Excelente amigo, no sabía que tenías este espacio de reflexión y aprendizaje. Coincido en el aprecio por el texto que es extraordinario como radiografía de lo que somos (y lo que podríamos llegar a ser) si nos decidiéramos. Abrazo!

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