Mil libros que leer antes de morir. Capítulo veinticinco. Los muros de agua, de José Revueltas.
En una época tan “especial”, por decir lo menos, como la que vivimos actualmente en las que las luchas sociales, lejos de servir para abrir las consciencias sobre la cada vez más evidente brecha social existente hoy en día merced al depredador modelo económico de la globalización, parecen servir meramente de plataforma política para más de un bribón u oportunista político que, valiéndose de las mismas y de la no menos útil a sus turbios intereses ignorancia colectiva, saca partido aun a pesar del daño que causa a la sociedad misma a la que juró defender; le viene “como anillo al dedo”. La vieja formula del populismo, tan magistralmente empleada por estos pillastres (y me estoy viendo gentil en extremo al describirlos así), particularmente en América Latina, surte efecto una y otra y otra vez.
Y a todo esto muchos agregarán, ¿es que acaso
dicha indiferencia es un mal arraigado ya en la psique del latinoamericano, mención
especial para el mexicano, que es imposible de extirparla? Claro que no.
No pretendo con esta exposición ni hacer un
recuento histórico de la política latinoamericana, seducida en más de una ocasión
en su variopinta trayectoria de manera particular por los caudillos,
principalmente en décadas recientes, por los de la izquierda. Así como lo leen,
apreciables lectores: la izquierda, de manera puntual en nuestro país fue
traicionada, abaratada, prostituida a las masas con nada más que la mera
intención de comprar votos, a la vez que consciencias. Y es que a los latinos
nos resulta más fácil, más cómodo, descargar la culpa en una persona, y los
demagogos se valen de eso para cumplir con sus sueños y aspiraciones políticas
sin importar, válgame la expresión, a quién se lleven entre las patas.
Y es que si hay otra característica que
distingue a la izquierda, a la supuesta “revolución del proletariado”, es esa
tozuda, terca, necia e intransigente necesidad de perpetuarse en el poder, cuando
no hay nada más antinatural que querer dejar a todos “parejos”: eso es
imposible, y la misma naturaleza nos lo prueba.
Por burdo que mi argumento pueda parecer,
recurro a una analogía no menos burda pero también, no carente de sustento. La
premisa de la izquierda, del marxismo, comunismo o socialismo, llámenle como
quieran (me vale, aunque habrá más de uno que se enoje conmigo por no “respetar”
las distinciones), es tan absurda como imaginarse que un pez se enfade con el
ave que sí puede volar y exija que se le den los mismos beneficios que a ésta,
sin esforzarse siquiera, o que el ave se enfade con la liebre por poder ésta
correr velozmente, exigiendo lo mismo, so pena de que, de lo contrario, si no
me conceden lo que quiero, me los jodo a todos y así todos estaremos JODIDOS al
parejo… He ahí la propuesta comunista, sintetizada a su máxima expresión.
Ya en el pasado, grandes expositores
literarios de las corrientes de izquierda como Octavio Paz habían declarado que
“toda revolución sin pensamiento crítico, sin libertad para contradecir al
poderoso y sin la posibilidad de substituir pacíficamente a un gobernante por
otro, es una revolución que se derrota a sí misma”. Y pongo de ejemplo a Paz,
ya que los hoy así llamados “chairos” o simpatizantes de izquierda (detesto las
etiquetas, incluso la opuesta, es decir, la de los “fifís”, pero en fin)
siempre sacan a estos intelectuales de izquierda, poniéndolos como estandarte.
Esos intelectuales que aman escupir pestes a diestra y siniestra del sistema,
el “establishment”, pero que curiosamente, viven cómodamente gracias a él:
hipocresía en su máxima expresión. El propio Paz era enemigo de esos dogmatismos
ideológicos, como bien lo expresa en “El Laberinto de la Soledad”, magnum opus
de la que en otra ocasión compartiré mis opiniones.
Pero no es de Paz de quien hablaremos en esta
exposición, sino de uno de los a mi modo de ver, mejores exponentes de la
narrativa moderna mexicana, verdadero guerrero de la izquierda, la auténtica,
la verdaderamente preocupada por los olvidados, los jodidos, los de abajo, la
base de la pirámide, no esa versión hiper endulzada y romantizada que sobre
todo muchos jóvenes con mayor preparación académica que sus padres y abuelos, algunos
de los cuales si participaron décadas atrás en los grandes movimientos sociales
que buscaban sacudir las adormiladas consciencias, parecen haber olvidado o
pasado por alto. Un hombre que, además de ser uno de los mejores amigos de Octavio
Paz, jamás comprometió sus ideales sociales y políticos, valiéndole incluso el
ostracismo por parte del mismísimo Partido Comunista Mexicano en su momento. Un
hombre que, sin importarle ir a contracorriente, luchó desde su trinchera
política, ideológica y literaria varias ocasiones, siendo encarcelado no sólo
en Lecumberri, sino también en una de las no menos infames y célebres prisiones,
inmersas en la profundidad del litoral mexicano, las Islas Marías. Ese hombre
no es otro que José Revueltas, quien también era admirador de Octavio Paz y su
poesía.
Nacido a sólo cuatro años de oficialmente
haber estallado la Revolución Mexicana, Revueltas estaba casi predestinado a
hacer de su vida una constante y ambulante denuncia social, como lo evidencia su
obra literaria, de la cual su servidor sólo ha leído dos libros: “Dios en la
Tierra” y la magnífica obra que ocupa esta publicación, “Los Muros de Agua.
¡Y ciertamente que el contexto diverso de la
familia en que se crió bien pudo ir dando forma no sólo a su carácter, sino
también a su narrativa, que si bien es realista, narra las vivencias de los
meros jodidos (punto central de su obra) de una forma casi poética, que nada le
pide al “realismo mágico” de escritores de la talla de García Márques! Y, ¿cuál
es el contexto familiar que moldeó a nuestro protagonista? Su hermano
Silvestre, era músico; Rosaura, actriz; Consuelo, paisajista y Fermín, pintor. En
el seno de esta familia de tan diversos talentos, originaria de Santiago
Papasquiaro, Durango, llegó a este mundo José Revueltas.
Pero más allá de eso, y tomando en cuenta que
su servidor sólo ha leído los dos libros ya mencionados (ténganme paciencia,
¡por favor!), Los Muros de Agua, escrita en 1940, resulta una lectura bastante
adelantada a su tiempo por la crudeza de su prosa, a manera de poesía trágica
con que narra los acontecimientos vividos por los presos políticos
(particularmente los comunistas) y demás parias de la sociedad mexicana de la
tercera década del siglo pasado. Prostitutas, políticos e intelectuales de
izquierda (quienes recibían algunos de los tratos más duros), ladrones,
asesinos, homosexuales y cualquier otro desgraciado que padeció el infortunio
de haber estado en el sitio y tiempo equivocados conviven en los Muros de Agua,
llamado así por tratarse de una prisión, las Islas Marías, ubicada en el
Pacífico, a más de cien kilómetros, mar adentro, de las costas de Nayarit.
En ese ambiente hostil, no sólo por lo
agreste de los paisajes descritos por Revueltas, bañados por el tórrido sol de esas
latitudes, sino también por lo barbárico del carácter inhumano de los celadores
quienes al no tener a quien responder en ese lugar, son amos y señores en esas
islas infernales.
Rosario, mujer de trágico pasado, es una de
las protagonistas de el relato, en el que hay atisbos, aunque muy vagos, de un
triángulo amoroso con dos de los cuatro personajes, caballeros llamados los “políticos”,
quienes purgan su condena en ese desolado lugar que, pese a estar lleno de
tragedia, no carece de una particular belleza.
Desde el traslado de los prisioneros a la
cárcel flotante que vendrá a convertirse en su hogar, los protagonistas son
partícipes de una tragedia en común y lo saben: dolor de muchos, consuelo de
tontos. La muerte se convierte, muy a pesar de los protagonistas, en inestable
compañera de viaje a lo largo del desarrollo de la historia. Desde la ley fuga,
hasta el altercado con los alcaides, feroces guardias del bárbaro orden (por
extraño e irreverente que suene) que impera en las islas.
“Los “machos” mueren. Mueren sencilla,
tranquilamente; sus pisadas se oyen y retumban con sólida firmeza; sus palabras
son vivas, seguras y después de eso, mueren, mueren y quedan ahí, feos y descompuestos,
sin vida”.
La droga circula entre muchos de los condenados,
los “mariguanos”, con la misma facilidad que un puñado de dulces circula entre
un grupo de niños; breve e ilusa escapatoria mental y física de aquel infierno.
Las retrospectivas mentales o “flashbacks” no
se hacen esperar, pues la soledad no perdona, y menos en aquel lugar. Rosario
recuerda su amargo pasado con su tía Clotilde, terrible mujer de quien se
convierte en el blanco de su rencor, pues esta se había enamorado de su padre.
El Progreso, navío que abordaban los presos,
se dirigía a la isla María Madre, destino final de estos desgraciados, no sin
antes bordear la María Cleofás y María Magdalena, como si se tratara de una
antesala al mismo infierno, infierno en tierra que no tardarían en vivir.
No tardaron los encargados del orden en la
isla en ubicar a los políticos, a quienes se les iba a “aplicar todo el rigor de
la colonia”, a dárseles un trato “especial”, con todo el tinte ominoso que
implicaba la funesta declaración, “porque se odia históricamente, se odia
como una función abstracta e impersonal, pero alguna vez este odio se vuelve concreto
y encarna en seres vivos”. ¡Menuda y certera declaración!
No faltaban tampoco en este lugar miserable y
apartado los favores sexuales, ni mucho menos quienes valiéndose de un variado
ingenio, reclutaban prostitutas desde San Blas: la complejidad y necesidad en el
carácter humano en todas sus facetas.
Ávido farmacodependiente, el Marquesito es
uno de los personajes más interesantes en la obra. Maciel, uno de los
repelentes capataces y encargados de la isla, es la viva personificación del
machismo en todo su cínico esplendor. Los mismos “remontados”, homosexuales que
viven de forma nómada por la isla, buscan esconderse de la furia de Maciel y
sus allegados; es imposible no compadecerse aun de su infortunio el cual, junto
con el resto de los presos, comparten en esta prisión al aire libre, parcela infernal
enclavada en pleno Océano Pacífico. Pero aun en el infierno hay jerarquías, ya
que el propio Maciel rinde pleitesía al Chato, uno de los más prestigiosos presos,
jefe de hampones.
Con toda esa marejada de tragedias, parece
increíble que haya tiempo para algo tan bello, pero que aquí escasea como oro
en paño, como el amor y Rosario tiene la fugaz suerte de medio topárselo. Y digo
medio topárselo para no arruinarles, queridos amigos, la lectura de esta obra
increíble.
La esperanza bruta, estúpida y pueril se hace
presente en otro enigmático y entrañable personaje, El Miles, quien cree
ingenuamente que podía llegar nadando sin problemas a San Blas… Verdadero
infierno ese en el que la vana ilusión de la esperanza, se asoma sólo para descubrir
el rostro de la muerte.
Todo esto y más es Los Muros de Agua, y acaso
por ello sea una obra tan personal de Revueltas, pues recoge varias impresiones
del autor, quien tuvo que pasar tiempo en esas islas, en 1932 y en 1934. Y pese
a la crudeza poética con que Revueltas describe el ambiente de este archipiélago
penitenciario, no les guardó aversión; quien sabe que otras impresiones vio o
le tocó vivir durante su forzada estancia. El propio Revueltas lo confiesa en
1961, al recordar esa época de su vida: “las Islas Marías eran (no he vuelto a
pisar su noble tierra desde hace más de veintisiete años) un poco más terrible
de lo que se describe en Los muros de agua”.
Juan Carlos Collantes Alvarado.
Santiago de Querétaro, Qro. México. Martes 11
de agosto de 2020.
Bibliografía:
- Los muros de agua. José Revueltas. Ediciones Era. Primera reimpresión: 2015.
- Forma y fondo. Año 1, número 50. 9 de noviembre de 2014. Grupo Reforma.
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