Mil libros que leer antes de morir. Capítulo XIII: La Caída, de Albert Camus.

"¿Me permitiría, señor, ofrecerle mis servicios? Si no le soy molesto, naturalmente."

En aparente soliloquio es como comienza esta narración fabulosa, salida de entre la espesa bruma mental de ese genio del absurdismo llamado Albert Camus... Sí, así es, ¡Camus de nuevo! Pero de manera sorpresiva, no se trata del todo de un monólogo, pues dirige su conversación a un misterioso receptor, cuya identidad se descubrirá líneas más adelante en esta reseña.

Internado en ese diván psicoanalítico del pueblo que es el bar, Jean-Baptiste Clamence, parisino expatriado en la ciudad de Amsterdam da a conocer en este relato la historia de su vida hasta entonces, que resulta ser a fin de cuentas un micro cosmos de la psique colectiva del egoísmo promedio del hombre europeo, si bien podría actualmente decirse que describe la psique del hombre occidental ¡en general!

Refugiado en el bar "Mexico-City", Clamence comienza a abrirse a quien en un principio da la impresión de ser un perfecto extraño. "Soy parlanchín, desgraciadamente, y hago amigos fácilmente. Aunque sé guardar las distancias debidas, aprovecho toda ocasión que se presenta."

Y aquí es donde empieza el psicoanálisis del carácter europeo, particularmente del francés, pues a Clamence siempre "le ha parecido que nuestros compatriotas tienen furor por dos cosas: las ideas y la fornicación. Sea por bien o por mal... Me imagino, a veces, lo que dirán de nosotros los historiadores futuros. Una frase será suficiente para describir al hombre moderno: fornicaba y leía periódicos." Y en estas frases, Camus engloba a la perfección el proceder de los hombres modernos, excepto que ahora no consultan tanto el periódico como las redes sociales, la televisión o el Smart Phone o la Tablet... Pero en esencia, sigue siendo lo mismo: noticias y carnalidad.
"Nunca me acordé más que de mi mismo".

Clamence se siente a sus anchas y no teme declararlo, "estoy en mi propia casa y he estado muy contento de recibirlo", le informa al misterioso receptor de la conversación. Pese a la comodidad y a la familiaridad que le representa el Mexico-City, entre botellas (ginebra, única luz en las tinieblas, como lo describe) y los diferentes clientes que desfilan, incluyendo al "gorila" que maneja el bar, cuando Clamence ve una "cara nueva, algo en mí hace sonar una señal de alarma. ¡Despacio, cuidado! Aunque la simpatía sea más fuerte, siempre estoy sobre aviso"

¿A qué se debe semejante precaución paranoica? Bueno, nuestro protagonista lo revela al dar a conocer que de hecho vive en el barrio judío, o lo que quedó de él, hasta que los "hermanos Hitleristas abrieron un hueco bastante grande. ¡Qué limpieza! Setenta y cinco mil judíos fueron deportados o asesinados. Eso se llama limpiar por el vacío. ¡Admiro ese cuidado, esa paciencia metódica!". La crudeza y cinismo de la frase espanta, no tanto por la naturalidad con que lo describe, sino por la descripción de la "eficiencia" alemana (así, nada más) en semejante labor, de la que fue testigo como sobreviviente y observador de tan nefastos hechos durante la Segunda Guerra Mundial.

"Las profesiones me interesan menos que las sectas", menciona Clamence. Y en palabras de su servidor, a un hombre se le juzga por sus acciones, pero se le conoce por sus pasiones; es esa la descripción que hace el protagonista de su "oficio".
"Como todo ser, tengo un doble oficio, he ahí todo. Ya le he dicho que soy un juez-penitente..." Es aquí donde gira el meollo de la trama de ésta fascinante narración, ¿por qué es que se describe de esa forma? Más adelante, se explicará el porque.

Retomando el contexto en que se encuentra el protagonista, éste describe Amsterdam y sus canales semejantes a los círculos concéntricos del Infierno de Dante. "Al infierno burgués, naturalmente, poblado de pesadillas".

Las aparentes supersticiones que pueblan la mente de Clamence tienen su explicación de manera harto sencilla e incluso, cínica. "Nunca atravieso un puente de noche. Es consecuencia de un voto. Supóngase que alguien se tire al agua. O bien usted le sigue para salvarlo, y en la época de frío se arriesga a lo peor, o bien lo abandona a su suerte y entonces hay extraños casos de conciencia." Evita esos cargos de conciencia, no tanto por no ayudar, sino por no apuñalar su mente con ese pesar... ¿Egoísmo, miedo a la responsabilidad, temor de salir herido? ¿O quizá todo ello al mismo tiempo? Admirando el heroísmo, pero con miedo a imitarlo.

El juez-penitente, ¿qué es, en qué consiste? Clamence lo explica a través de ciertos hechos ocurridos en su vida, tiempo atrás cuando vivía en París. No oculta el orgullo que le causaba el narrar los acontecimientos que le dieron renombre cuando vivía y trabajaba en la Ciudad Luz, "era yo abogado en París, y en verdad abogado muy conocido... Tenía una especialidad: las causas nobles".

Bastante modesto, ¿no es así? Dos sentimientos le sostenían, en palabras del propio protagonista, "la satisfacción de encontrarme del buen lado de la barra y un instintivo desprecio a los jueces en general..." ¡Sencillito! "El sentimiento del derecho, la satisfacción de tener la razón, la alegría de estimarse a sí mismo son los más poderosos resortes para mantenernos de pie o hacernos avanzar".

Su cortesía era "célebre y además no era discutida... Era considerado generoso, y lo era." Detalles minúsculos que ayudan a entender "el continuo deleite que encontraba en la vida, y sobre todo en mi oficio". Hombre complejo y sencillo al mismo tiempo a quien parecen complacer sobremanera los grandes logros, también reflexiona sobre las relaciones humanas, particularmente sobre la familia, los amigos y las mujeres.
"Yo ya aprendí a contentarme con la simpatía. Se le encuentra más fácilmente y no compromete en nada... La amistad es menos sencilla. Es difícil y larga de obtener, pero cuando se adquiere no puede uno deshacerse de ella, hay que hacerle frente.
"En cuanto a aquellos que deben querernos, es decir, los parientes, los aliados, es harina de otro costal. Tienen la palabra necesaria pero es más bien una bala; telefonean como tirarían con un fusil. ¡Y apuntan muy bien!
"Siempre he creído que un misógino es un ser vulgar y tonto, y siempre consideré a casi todas las mujeres que conocí, como mejores que yo".

Al más puro estilo francés, seductor y cordial (al menos hasta obtener lo que buscaba), Clamence jugaba el juego. "Sabía que no les gusta que uno vaya demasiado rápidamente a su objeto. Primero, era necesario algo de conversación y un poco de ternura, como ellas dicen... No, no busque ninguna isla desierta. Ya no hay ninguna. Solamente me refugié con las mujeres".

El mismo protagonista es implacable en su descripción del carácter con el que más de una vez muchos hombres habrán de identificarse. Esta frase siguiente es, en opinión de su servidor, una de las personales favoritas:
"Algunos hombres piden: ¡quiéreme! Otros: ¡no me quieras! Pero cierta raza de hombres, la peor y más desgraciada, dice: ¡no me quieras, pero seme fiel!"

En las palabras de Clamence, "puesto que todo juez termina siendo un penitente, era necesario hacer el camino a la inversa y hacer oficio de penitente para terminar siendo juez". En la siguiente disertación, el protagonista del relato resume con precisión su misterioso oficio de juez-penitente:
"Con la cara angustiada, medio escondida con la mano, leo la tristeza de la común condición y la desesperación de no poder escapar de ella. Y yo me compadezco sin absolver, comprendo sin perdonar, y sobre todo, siento por fin que me adoran".

Las reflexiones de Jean-Baptiste no paran ahí, pues en el vaivén de las mismas, en su papel de juez-penitente, van desde las relaciones humanas, hasta la política y la religión: ningún tema de éstos que se han mencionado se presta al tabú. Y él (el protagonista), se muestra implacable en sus análisis, en sus interpretaciones:
"¿Sabe usted por qué crucificaron a Aquél?... La verdadera razón es que Él mismo sabía que no era completamente inocente. Si no llevaba el peso de la culpa que le atribuían, habría cometido otras, aunque ignorase cuáles". Relacionando la "culpa" que Cristo sentía con la matanza de los inocentes es como el juez-penitente llega a tan brusca conclusión, fórmula que más adelante utilizaría Saramago en su "Evangelio según Jesucristo". pero que Camus planteó con seca severidad 35 años antes, en 1956 con "La Caída".

Casi al final del relato, se revela la identidad del receptor, quien escucha cada día que se encuentra en el Mexico-City al juez penitente: se trata de un coterráneo y colega además que ejerce nada más y nada menos que en París la misma profesión que nuestro protagonista, la de abogado. Reflejo más joven de las vivencias y temores de Clamence, éste ha escuchado de principio a fin el fascinante relato. Tal vez más de uno se vea reflejado en cuanto a carácter y experiencias vividas, de ahí la fascinación que Camus ejerce en el lector, en su forma tan peculiar de contar las diferentes vivencias humanas, ora sea en novela, ora en relato, como en éste caso.

Narración fascinante la de Camus es ésta, pues permite, como se mencionó al principio, dar un atisbo a la psique del hombre occidental incluso en nuestros días, a sesenta años de ser publicada ésta obra; de ahí la actualidad y vigencia de su análisis. Más que sólo entenderla, para evitar caer como el protagonista del relato en una especie de soberbia intelectual, si bien posee atisbos ocasionales de una empatía temporal, lo interesante de la narración sería preguntarse, ¿qué hacer? ¿Cómo proceder ante situaciones que si bien no nos agrada enfrentar, nos competen? He ahí la cuestión.

Cierro el presente ensayo con éste resumen que el propio protagonista hace de su "oficio":
"Felizmente yo soy el que ya llegué. Soy el principio y el fin, anuncio la ley. En breve, soy juez-penitente".

Tonatiuh

Bibliografía:
  • Camus, Albert. La Caída. Editora "Zarco". México, 1956

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