Mil libros que leer antes de morir. Capítulo veinticuatro. Orgullo y prejuicio, de Jane Austen.

Pocas veces se toma uno el tiempo de reajustar o modificar sus hábitos, ora sea en cuanto a tareas domésticas, pendientes laborales, actividad física y obviamente, la actividad intelectual no es la excepción; caso particular, la lectura. En una época como la presente, viviendo como estamos una situación sanitaria tan delicada como la de ahora (¡maldito COVID-19!) y que sin duda impactará e impacta de hecho nuestros hábitos y costumbres, pues a su servidor también le ha replanteado hasta sus costumbres lectoras, ¡caray!


Y no es para menos, pues como es bien sabido, la afición innegable que su servidor siente por la filosofía, bien conocida es de quienes son más allegados a mí. Pero aun en eso, mis hábitos lectores han cambiado, más por convicción propia desde hace un tiempo atrás (aun antes del inicio de esta pandemia terrible), que por coerción dada por la presente situación; disculparán ustedes la cacofonía…
En fin, entre las curiosidades que a mi mente llegaron (vía mi corazón), me puse a pensar: “oye, como profesor de idiomas y principalmente de la lengua de Shakespeare, ¿no debería leer un poco más los clásicos de la literatura inglesa?”. Y así fue que, gracias a dichas meditaciones pero principalmente gracias al empuje sentimental e intelectual de una bella dama, me decidí a cambiar un poco mis hábitos lectores aprovechando la presente situación, tratando de ver el vaso medio lleno, en lugar de ceder al amargo sentimiento colectivo que impera en estos momentos: gracias al amor a esa mujer, esa Musa, me decidí a leer un clásico de la ya mencionada literatura anglosajona, me refiero claro está, a “Orgullo y Prejuicio” la obra maestra de Jane Austen. ¿Por qué decidí ceder a mis inclinaciones sentimentales? Por una simple razón: se juzga a una persona por sus actos, mas se le conoce a fondo por sus pasiones.
Seré franco con ustedes: al principio, tenía mis dudas, pues las novelas costumbristas británicas poco o nada me habían llamado la atención en el pasado, pero ya saben como es el corazón. En fin, retomando el hilo de la presente reflexión que presento aquí, los temas tratados en dichas novelas poco me atraían: escuchar hablar de Cumbres Borrascosas, Sensatez y Sentimientos (por cierto, de la misma autora cuya obra describo brevemente aquí), entre otros títulos y autores, me eran tan lejanos e indiferentes como a un millennial le serían hoy en día los floppy disks o las tarjetas perforadas. El género de novelas costumbristas (que no pienso discutir aquí) no sólo me resultaba poco o nada interesante, sino que además lo veía como una excusa desesperada a la vez que snob (¡fresa, pues) para hacerse pasar por lector asiduo o por lo menos, ligeramente respetable; pero, ¡oh, Dios mío, que equivocado estaba! Lejanas y desconocidas me eran estas grandes obras de la literatura ya no sólo británica, pero también universal, pues cuando una obra de arte se convierte en clásico trasciende las barreras idiomáticas y temporales, manteniéndose tan vigente hoy como lo fue hace poco más de doscientos años, como es el caso de Orgullo y Prejuicio.
La fragilidad con que los sentimientos pueden hacer mella aun en el alma más dura o racional, el papel protagónico más allá de lo que la sociedad se atreve a ver o incluso a admitir y su injerencia intencional o no en el curso de la vida no sólo en pareja, sino de las consecuencias inmediatas o a largo plazo que ello acarrea, son parte de los temas tratados a lo largo de los sesenta y un capítulos que componen esta novela. Como bien lo menciona Sergio Pitol en el prólogo que antecede a la versión que leí de Orgullo y Prejuicio, “el mundo de esta escritora (Jane Austen) es esencialmente femenino: la mujer es el centro y la autonomía de pensamiento es uno de los rasgos sobresalientes de las protagonistas”.
Esto último se hace evidentísimo en Elizabeth, o “Lizzy”, la protagonista principal de la obra, quién junto a sus hermanas es objeto del escrutinio social de su época en la que, dada su posición social, eran tomadas por tipo de cambio con la esperanza de subir de posición en la escala social de su tiempo (estamos ubicados a inicios del siglo XIX) y de esta forma, aliviar un poco la situación económica de sus familias. De los integrantes de la familia de Lizzie, la más preocupada (que a ratos llegaba al ridículo) por que sus hijas se casaran con buenos partidos, era la Sra. Bennet, madre de Lizzy.
Quizás el más cercano a Lizzy en temperamento, y de quien evidentemente heredó dichos rasgos, era su padre, el Sr. Bennet, quien no sólo reconocía la inteligencia de su hija, sino que además tenía el interés más genuino por su felicidad, al grado de poner esta misma aun por encima de su relación con su esposa, cuyo carácter no podía ser más disímil.
Entra también en juego Lydia, la más pequeña de las hermanas Bennet cuya ingenuidad e impetuosidad le pusieron en bandeja de plata para el Sr. Wickham, personaje de (en efecto) dudosa bondad, quien intenta al principio ganarse el favor de nuestra protagonista hablando desfavorablemente de el protagonista de este drama romántico inglés, quien busca incansablemente y de forma tan discreta ganarse el corazón de Lizzy pese a su predisposición y preocupación con respecto a su status social, cosa dificilísima de entender para nosotros los latinos dado nuestro carácter más sanguíneo con respecto a la clásica flema inglesa, que rara vez saca a flote los verdaderos sentimientos: me refiero, evidentemente al Sr. Darcy.
¿Quién es este misterioso caballero, cuya forma de ser a todos en la región en que habitan Lizzy y su familia desconciertan? ¿A qué juega o de qué se trata todo ese constante vaivén emocional a que es sujeto y sujeta, aunque ella no lo admita al principio, a nuestra protagonista?
Poseedor de una gran fortuna, merced en gran parte a su difunto padre, así como de un corazón más dadivoso de lo que las apariencias podrían sugerir, Darcy llega al punto de sucumbir al deseo de su corazón en la forma, obviamente, de Lizzy.
“Ha sido en vano que yo luchase. Nada he conseguido con ello. Mis sentimientos pueden más que yo. Permítame que le diga cuanta es la admiración que me inspira y cuánto la amo”.
¡Pues claro que una mujer así, belleza e inteligencia encarnadas, así como independencia de espíritu, que descollaba entre el promedio de mujeres de su época, empezando por su casa, iba a captar la atención del caballero en cuestión! Pero evidentemente que la cosa no es tan sencilla; vamos aquí apenas en el trigésimo cuarto capítulo. No, es el prejuicio familiar y el orgullo cegador de su posición social los que le impedían avanzar (aparentemente) hasta ese momento, en ganarse el corazón de la dulce y fuerte Lizzy.
No fue Darcy, sin embargo, el único empecinado en ganarse el favor amoroso de Lizzy; ya mencioné antes al pérfido Wickham, quién al no ganar a Lizzy, engatusó a su hermana menor, Lydia, prácticamente “raptándola” diríamos hoy, comprometiendo la posición a ojos de la hermética y juiciosa sociedad decimonónica de aquellos lares. Y aun ahí, el propio Darcy alivió un poco dicha situación harto incómoda, como más tarde lo aprendiera Lizzy, detalle que también se granjearía el corazón de esta dama.
Mención aparte y brevísima merece el odioso Sr. Collins, primer pretendiente directo de Lizzy, cuya efímera insistencia en ganarse el favor de la dama protagónica le vuelven no sólo poco digno de una mujer de tan superior inteligencia a este, sino también patético, a la vez que resentido por el rechazo sufrido, como lo muestra más adelante ya en su puesto de clérigo de la iglesia de Inglaterra en una epístola enviada a la atribulada familia Bennet, tras sufrir el escarnio social con su hermana Lydia al irse esta con el artero señor Wickham.
A mencionar por último tenemos a Lady Catherine, tía del Sr. Darcy, juega aquí un papel importantísimo en el desarrollo de la trama, y en el futuro amoroso de nuestra pareja de enamorados. De frío carácter y maneras harto elitistas e innegablemente allegadas a la nobleza británica, esta mujer se opone al independiente e innegablemente enamorado carácter de Lizzy en los últimos capítulos de esta novela; más la determinación de Lizzy en sus sentimientos poco teme al recio carácter de esta mujer.
Requerido es informar que no es mi intención dar mayores detalles de la interesante trama de esta fantástica novela, en la que las pasiones se entretejen paulatinamente hasta alcanzar un punto en el que da uno por sentado que pasará, pero termina por sorprenderlo a uno la naturaleza de los desenlaces; baste decir que cada quien, como ocurre más veces de lo que uno se atreve a admitir, obtiene lo que merece por su proceder y sobre todo, por el esfuerzo de llevar a buen cauce su propia situación y por consecuencia la de aquellos allegados a sí mismo, empezando por la familia, ¡cosa rara y poco esperada en el carácter anglosajón.
Tengo que agregar a título personal que el protagonista principal de la obra maestra de Austen es, a mis ojos, no la mujer solamente, sino el amor, y el como se obtiene el mismo. ¿Y cómo se obtiene, preguntarán? De la misma manera en que se consiguen todas las cosas que valen la pena: a través de un esfuerzo grande, paciente y constante.
Hace falta leer obras como esta, que no sólo incrementan en uno mismo el “bagaje cultural (una disculpa si suena pretenciosa esta declaración)” de quien se precie culto, sino también te enseña a desarrollar virtudes como la paciencia. Sí, porque el verdadero amor se nutre de paciencia también.
¿A dónde quiero llegar con esto de la paciencia? Bueno, hay puntos en la novela en los que, como mencione antes, dado nuestro carácter latino, rasgo aun más notorio en los jóvenes, pensaríamos, “bueno, ¿por qué el tal Darcy no se lo dice de frente y ya?
Tiene a menudo un carácter más franco y directo Lizzy que la mayoría de personajes, femeninos y masculinos, que surgen a lo largo de la obra. Definitivamente que la autora y su protagonista, pues bien sabido es que las obras son en parte reflejo de su autor, son mujeres por encima del promedio.
Es para mí, una de las mejores descripciones de la mujer ideal, mujer cabal como la describe en uno de los capítulos de esta magnífica obra literaria, la que incluyo a continuación: “no puede llamarse mujer cabal a la que no esta por encima de lo corriente. La mujer debe conocer a fondo el canto, la música, el dibujo, el baile, las lenguas modernas, si quiere merecer el calificativo de mujer cabal…”
¡Asombrosa descripción la que desarrolla Austen por boca de uno de sus personajes, tan adelantada a su época, de mucha mayor represión a la mujer, y bastante atinada! ¿Queda claro al menos con estos pocos ejemplos el porqué esta obra es considerada a la fecha un clásico de la literatura y porque encarna de manera tan sutil y sin las pretensiones misándricas modernas la fortaleza e independencia como aderezo a la belleza femenina?
Mis más sinceros y respetuosos agradecimientos a la bella dama que me inspiró a conocerle mejor a través de estas páginas cual mapa a marinero empecinado en encontrar un tesoro, hecho que como sabemos, dice aun más que todas las palabras derramadas en este pobre pero amorosamente dedicado análisis. A ella, gracias.
Ojalá que perdure en la memoria de ambos, como ya lo hace en la mía, y permita de paso, instar a ustedes, amables lectores, a recorrer las páginas de esta fantástica novela, que ya desde hace más de doscientos años fue un clásico y hoy, perdura.


Juan Carlos Collantes Alvarado
Santiago de Querétaro, Qro. México. Viernes 1 de mayo de 2020.

Bibliografía:
Orgullo y prejuicio. Jane Austen. Editorial Porrúa. Prólogo por Sergio Pitol. Tercera reimpresión, 2018.

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